viernes, 23 de abril de 2010

El Desafío de la Equidad





AGUA
Los animales humanos somos el resultado de dos decisiones tomadas en tiempos inmemoriales: matar para sobrevivir y compartir los alimentos. La caza nos permitió desarrollar un cerebro más grande y propició el trabajo en equipo; sin embargo, las hembras fueron excluidas de esta actividad y remitidas a la penumbra de las cuevas donde se tornaron insondables. Ahí, en lo oscurito, germinaron también el complejo de Edipo y la justificación de la ausencia paterna. 
Entre los primates el macho dominante no comparte su alimento y se apodera de las mejores ramas; diferenciándonos, concluimos que compartir los alimentos fue un acto de sensibilidad y conveniencia que incidió de manera contundente en el desarrollo de nuestra cultura y en la supremacía de nuestro género sobre los homínidos contemporáneos de nuestros ancestros, por cierto, ya extinguidos. Somos lo que somos por lo que comieron nuestros antepasados pero sobre todo, por la manera en que lo hicieron. En el acto de la distribución no hubo equidad, los machos dominantes vieron “viva” a su presa, la acecharon y tuvieron contacto visual con ella, apreciaron la sublime partida de su alma y esa comunión los condujo a reservarse para sí las mejores partes de su flácido cuerpo… Así se inició la autoridad del proveedor. 
El concepto de “equidad” es relativamente reciente en nuestra historia; surge como resultado de un proceso racional de los animales humanos que se ubica entre los anhelos y los deseos, pero no por ello nos es inasible; forma parte de una de nuestras mayores riquezas y responsabilidades: “la capacidad de incidir en el destino natural para crear nuestro propio destino”. 

La carne aceleró nuestro proceso evolutivo que tuvo una duración de al menos dos millones de años; durante ese tiempo la economía de los homínidos se sustentó en la recolección de frutos, tubérculos y leguminosas. Esta faena la realizaban exclusivamente las hembras que recolectaban con los hijos a cuestas; un severo cambio climatológico ocasionó que la selva cediera su espacio a la sabana provocando la paulatina pérdida de pelo en el cuerpo de nuestros ancestros, en consecuencia, uno de los primeros inventos, el rebozo, permitió a las hembras mantener contacto íntimo con la razón biológica de su existencia.

La caza fue el divertimento de los hombres, originó el chamanismo y su expresión gráfica, el arte rupestre. Durante miles de años, las sociedades arcaicas tuvieron una división del trabajo que permitió a los hombres ausentarse por períodos cada vez más largos para cazar. Entonces, las mujeres fungieron como protectoras y formadoras de las nuevas generaciones; aun y cuando los hombres rompían el cordón umbilical al llegar a la pubertad y se consagraban adultos al participar en la caza, quedó en ellos, como en las mujeres mismas, un atávico sentimiento que perdura hasta nuestros soles y que relaciona la seguridad con el vientre materno, con los brazos femeninos, con la voz de la madre. 
SUJETOS Y OBJETOS
En los albores de la humanidad los valores intrínsecos de la mujer se consideraron sagrados y quizá por ello los seres humanos que poblaron la Europa paleolítica veneraron durante no menos de 25 000 años a una Diosa Madre relacionada con los cultos de la fertilidad. En los períodos Auriñaciense (c.30 000 a 27 000 a. C.) y Magdaliense (c.15 000 a 8 500 a.  C.) se elaboraron unas estatuillas femeninas conocidas como Venus paleolíticas que nos remiten a un culto refinado centrado en los mitos de la generación y fertilidad: son las primeras expresiones humanas de una divinidad. Al otro lado del mundo, los habitantes de Mesoamérica tuvieron un desarrollo histórico desfasado y diferenciado del resto de los seres humanos; sin embargo, aunque tardíamente, reproducen los mismos esquemas de la Europa paleolítica: durante el período preclásico temprano (1800 a. de C.) encontramos en los asentamientos del altiplano central (Cuicuilco, Tetepilco y Tlatilco), figuras femeninas de barro que al igual que las Venus paleolíticas, presentan atributos de fertilidad y una morfología desproporcionada (bebés en sus brazos, caderas anchas, dos cabezas). Estas figuras nos remiten también a un culto primigenio íntimamente relacionado a la mujer. 
Se considera que el desarrollo agrícola fue un gran salto de la humanidad, pero en algunos aspectos, esta argumentación es muy cuestionable. Ciertamente nos dio cohesión y permitió el nacimiento de las civilizaciones, pero en cuanto a la calidad de nuestra alimentación, fue un retroceso; en el rubro económico dio pie a que la plusvalía generara desequilibrios en las aspiraciones de libertad y libre albedrío de los seres humanos y, en el plano teológico, la deidad se tornó masculina.
En Mesopotamia, a partir del 4 000 a. C. las actividades agrícolas, la creación de calendarios solares, el excedente de producción y las guerras, indujeron a la creación de una deidad joven y viril que fue a la vez hijo y amante de la Diosa Madre. Esta nueva divinidad masculina moría anualmente tras una cópula con su madre en la que la Diosa se fertilizaba a sí misma con carne de su propia carne. En el tercer milenio antes de Cristo, el emperador mesopotámico Shoulgi, decidió reencarnar a sus dioses en los aposentos del templo de Eanna copulando periódicamente con una mujer que representaba a la diosa Inanna. A partir de ese instante, el acto creador dejó de ser una atribución mítica y femenina para transformarse en un evento de voluntad viril.
Con la agricultura, la actividad económica recayó en los hombres y la alimentación de una familia numerosa se tornó insostenible para la mayoría de ellos. Esta transformación de las sociedades antiguas indujo a nuestros ancestros a la monogamia y tiempo después, como una consecuencia de las actividades económicas, a la esclavitud de la mujer. El signo sumerio para indicar “esclava” representa a una mujer de la montaña y nos recuerda que los mesopotámicos realizaban  incursiones  militares  a   las   montañas   con   la  finalidad  de capturar mujeres que obligaban a trabajar como esclavas en los talleres de hilado y tejido, controlados, por supuesto, por la clase sacerdotal masculina. Las incursiones militares victoriosas tenían el valor agregado de poseer a las mujeres de los vencidos. 
En la cuna de las civilizaciones primigenias, el dominio del hombre sobre la mujer se dio en primer lugar por medio de los hijos que procreó con las esclavas e inmediatamente después en el plano psicológico.

Pronto hicieron su aparición la prostitución comercial y los harenes, y el cuerpo femenino dejó de ser considerado sagrado para transformarse en un objeto de uso masculino.

La agricultura y las guerras de Estado perpetuaron la sumisión de la mujer y para garantizarla, se dictaron leyes: el rey mesopotámico Uruinimgina (c. 2 352 – 2 342 a. C.) determinó que las mujeres fueran castigadas con lapidación cuando se comprobara el adulterio y, también que se desfigurara el rostro de aquella mujer que se dirigiese de manera irrespetuosa a un hombre. Continuando con el paralelismo de las culturas que nos dieron forma, entre los mexicas, la mujer era igualmente lapidada si cometía adulterio; Fray Toribio de Motolinía comentó en una famosa carta que dirigió a Carlos V en el año de 1555 que los mexicas consideraban que “las mujeres habían de ser sordas y mudas” y el conquistador anónimo afirmó por su parte que los mexica (aztecas) son “la gente que menos estima a las mujeres en el mundo”. Los alabados griegos de la antigüedad ¡prescindieron de la mujer hasta en la esencia de la sensualidad y el erotismo! En la tradición bíblica, Adán nombró primero a todos los animales y cuando dormía –a hurtadillas--, Dios le quitó una costilla para crear a la mujer quien más tarde fue recriminada por acceder a la tentación de un símbolo fálico transformado en serpiente. Lamentablemente, desde entonces, la moral de culpa occidental determina que la mujer debe seguir ciegamente los dictados del hombre porque una de sus virtudes, la curiosidad, fue la causante de la expulsión de la primera pareja de un idílico paraíso.


ESPEJOS
Los seres humanos estamos llenos de creencias; basta creer en ellas para responder puntualmente a sus órdenes.  
Los hombres han sojuzgado y mal interpretado a la mujer los últimos 5 000 años. Mujeres y hombres han sostenido la falocracia ondulante del verbo que impone y dispone de la mujer, pero…  en nuestros soles, la historia de la humanidad realiza otro vertiginoso giro: las relaciones entre las mujeres y los hombres se encuentran, regularmente, en crisis.
Durante la Revolución Industrial las mujeres accedieron a importantes derechos sociales, pero el evento que descarriló el tren en el que viajaban los prejuicios milenarios y la sumisión femenina, acaeció en los años 60 del siglo pasado: en aquellos soles, las mujeres acompañaron a los hombres en una lucha social que desembocó en el desencanto y súbitamente las mujeres pasaron de la calle a la cama. Se reconocieron individuos,  luego  entonces,  ¡ya no  les  interesó  seguir  siendo complementos circunstanciales de los hombres! Hoy, las mujeres afanosamente intentan identificarse como verbos, pero para desgracia de ellas y de los hombres, las mayoría se transforma en nerviosos adjetivos calificativos que ubican a sus hombres como una preposición y a la primera oportunidad los cambian por un acento, cuando lo deseable y esencial en nuestros soles, es que mujeres y hombres nos reconozcamos como sujetos en equidad. 
                                                                                           
Las mujeres “liberadas” del siglo XXI han descubierto su capacidad económica y toman revancha de 5 000 años de sumisión incondicional sustentada en argumentos económicos y teológicos que en nuestra sociedad competitiva y de servicios, carecen de validez. Algunas mujeres de clase media occidental se han posicionado en la autosuficiencia económica y con la flecha, el garrote y el martillo han asumido responsabilidades del género masculino, saliendo catapultadas a gran velocidad hacia un vacuo destino donde reproducen e incrementan las conductas machistas que originalmente rechazaban. Los hombres, por supuesto, de cara a un machismo disfrazado de feminismo, nos encontramos mucho más desequilibrados de lo que suponemos, ya que nuestra codificación atávica y genética nos desnuda, en tanto que ellas se arropan en nuestras carencias, total, que nos peinamos delante a un espejo roto…                                                                  
Esencialmente, el feminismo es tan recalcitrante como el machismo: son extremos violentos que nada aportan a una reconciliación, sino por el contrario, la dificultan. Frente al juego de absolutos, los hombres nos hemos visto en la penosa necesidad de acomodarnos entre la displicencia y el berrinche, porque no acabamos de entender el origen de la rebeldía femenina: nuestros actos. Para colmo, el futuro inmediato de la pareja se vislumbra tenebroso con la aparición de la clonación humana: una célula de la piel podrá sustituir a los espermatozoides y finalmente las mujeres prescindirán de los hombres para la procreación.
    
La evolución pretende ser manipulada y las mujeres han escogido el camino rudo; ¡los hombres nos encontramos perdidos! Nos corresponde evaluar nuestra historia y nuestra codificación mental para transformar nuestras conductas; de otra manera, podemos ir despidiéndonos del concepto de familia, lo que puede ofrecernos un escalofriante escenario en el que los individuos se realicen viendo “al otro” como “a un aquel”. Sin embargo, observemos que aún los animales de vida solitaria responden biológicamente a un llamado natural de reproducción y en ese sentido, romper con nuestra historia gregaria y procrearnos prescindiendo del erótico intercambio de fluidos corporales significa atentar contra nuestra especie y sepultar los factores que dieron forma a la historia de los animales humanos.
Sí deseamos conservar a la pareja como fundamento social y como una opción para procrear nuestra descendencia, será preciso transitar con mayor frecuencia por el bulevar de las acciones amorosas y consecuentes con la equidad más que por el sendero de las promesas románticas; esta es, a todas luces, una inteligente alternativa de reencuentro. En esta atmósfera de ultimátum, a los hombres nos urge colocarnos en una posición de franca negociación. Ciertamente nos costará trabajó, pero    -aunque para muchos hombres les resulta difícil tan sólo pensarlo-, hoy resulta una imperiosa necesidad aprender a compartir el poder. Reinventarnos significa propiciar un ambiente de tregua, donde, para nostalgia de algunas y para alivio de otros, irremediablemente el galanteo pasará a la historia y en consecuencia la equidad podrá transformarse de un anhelo en un desafío.

Estas propuestas conllevan, sin duda, muchos riesgos, demasiadas condiciones y pocas probabilidades de triunfo. Los hombres, podemos  -y digo podemos, porque siempre es un evento potencial- actuar de manera distinta. A las mujeres y a los hombres, nos une aún la sexualidad; quizá sea el último punto de coincidencia, sin embargo, la individualización que proyecta Internet, el machismo ancestral, el feminismo ascendente, la complicidad con nuestras carencias y la sociedad de consumo, nos han colocado en posiciones antagónicas, casi irreconciliables. Las mujeres reaccionan y se transforman a la velocidad del sonido; nosotros, los hombres, debemos aprender a escucharlas sin prejuicios. Nos conviene reconocer la generosa y atávica violencia que les ofrecemos con palabras, silencios y golpes. Intentemos reconsiderar nuestros impulsos y, ojalá en un próximo sol, las diosas y los dioses nos iluminen para que mujeres y hombres logremos diferenciar las cualidades de los sujetos y evitemos confundirlos con objetos. Transfigurándonos y reconociéndonos en equidad, se esfuman las culpas, no existen motivos para mantener las absurdas actitudes de confrontación de género. La libertad es total y realmente plena cuando se comparte…  también la responsabilidad. Con amor, disciplina y mucho sexo, hombres y mujeres podemos romper las cadenas de la anacrónica falocracia y evitar los garrotazos vengadores de su reflejo: el feminismo respondón. 

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