En una isla, el tiempo se suspende, las sombras danzan y el silencio silba suavemente.
Las islas han sido la esperanza del náufrago. Los piratas hicieron de sus recovecos el resguardo para sus andanzas. Al alba, los pescadores llegan a sus playas con los frutos cosechados en el desierto azul y al final del crepúsculo, se reconocen mortales.
Las islas se desprenden de la tierra como las hijas de una madre que cierra los ojos lentamente, y con los brazos extendidos las deja ir reconociendo su destino. Aparecen en medio de las aguas de manera silenciosa o irrumpen violentamente cubriendo el cielo de humo y el mar de fuego.
Al igual que las mujeres cuando maduran después de la pasión o la violencia, las islas se asientan y generosamente entregan las semillas de su experiencia.
Ser isleño tiene el encanto de vivir rodeado por la inmensidad pero también el límite de escasas perspectivas visuales. Una montaña en una isla es tan preciada como un beso o una caricia en nuestra infancia; sus laderas se parecen a un libro abierto: basta conocer su código para gozar de sus secretos.
Las islas aceptan al foráneo siempre y cuando deje su historia personal del otro lado del oleaje. Las islas no necesitan de ninguna explicación, son ellas las que otorgan las respuestas.
Las aves visitan las islas porque a ellas no les gustan las razones: un ser que vuela reconoce en una isla una verdad encapsulada; no mira con deseo, es tan puro que prescinde del agua dulce.
Los reptiles y las hormigas viajan en troncos arrastrados por corrientes marinas; pueblan una tierra pero no la conquistan, se dejan seducir por su atmósfera y tiempo después evolucionan de manera distinta a cuando estaban en tierra firme.
Las islas son y serán siempre espejos con dos caras idénticas; no es necesario ver del otro lado para saber quién eres.
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