Todo lo que se pueda decir en esta ocasión sobre la figura y las aportaciones de Claudio Obregón al arte escénico de nuestro país en nada nos ayuda a reparar su ausencia.
Tampoco sirven de mucho en estos momentos los lugares comunes en que caemos al repetir, una y otra vez, las cualidades y la trayectoria de Claudio como uno de los más importantes actores con que contaba México, éste que el mismo consideraba como un país lastimado de miserias y mentiras. Quizás por eso es tan difícil enlazar cuando menos algunas ideas que le puedan hacer justicia a su figura, tan admirada y en muchos casos tan polémica y llena de contrastes. Sin embargo, de todo lo que personalmente pudiera destacar sobre Claudio Obregón, existe un aspecto que considero relevante y sobre todo necesario señalar frente a sus cenizas: la proyección en su vida personal de su fe inquebrantable en el teatro como un lenguaje cargado de verdad y voluntad. Verdad para entender y voluntad para trascender.
Estas dos características fueron el espacio de diálogo con que Claudio Obregón me privilegió en los dos años que se asumió como mi tutor durante mi paso por la Compañía Nacional de Teatro. Desde el comienzo de nuestra amistad, Claudio se mostró como un ser irreverente, disciplinado y sobre todo coherente, crítico sin concesiones de todo aquello que pudiera desvirtuar la dignidad del teatro y de la vida; observador agudo de su momento y estudioso sin límites; rebelde ante los abusos del poder; iconoclasta propositivo y ciudadano solidario. En ese sentido, Claudio era en escena el reflejo de lo que hacía en la vida misma, un hombre lleno de autoexigencias que le daban el derecho de exigir a los demás lo que esperaba de él mismo. Quizá por ello llegó tan lejos, como muchos otros de sus también brillantes compañeros de generación en la escena, y quizá por ello también fue el terror de muchos directores que sustentaban, y que algunos todavía sustentan, su quehacer en el sometimiento del actor.
Para Claudio, la creación actoral fue un proceso compartido, una responsabilidad entre actor y director, un ejercicio de libertad cuando más asistida, y no un condicionamiento de las posibilidades de quien se monta en el escenario. No obstante pertenecer a generaciones actorales muy distantes en el tiempo, el generoso diálogo con que me obsequió Claudio en estos que fueron sus últimos años de vida, me dejan una huella demasiado profunda y difícil de describir. Claudio, en todos los sentidos, fue un tutor magistral, no sólo por lo mucho que aprendí a su lado, y que tuvo como fuente las aportaciones de toda una generación y de una etapa de la historia del teatro nacional, sino también por su fraternal compañía y solidaridad.
La Compañía Nacional de Teatro en Mérida
Estableció una postura desde el actor, con respecto al antiguo oficio que decidió asumir como forma de vida y existencia. El pensamiento actoral de Claudio tejía expresiones propias de la más refinada teoría. Yo viví a Claudio como un pensador en torno a su oficio; no sólo como un excelente hacedor o como el gran creador que fue en la escena, sino como un ser humano que, a punta de arar en las fértiles tierras del teatro, lograba transmitir lo prodigioso de nuestro quehacer.
En pocas palabras, conocí a Claudio Obregón cuando había llegado a la condición de viejo sabio, de hombre experimentado y luchador de mil batallas, tras una vida llena de gozos y desgracias, de satisfacciones y amarguras, que le habían convertido en un hombre intenso y polémico, pero que al final siempre se reía. Su compromiso social, algo que nos gustaba mucho compartir, me daba la enorme esperanza de seguir al pie del cañón en muchas causas, incluso algunas que parecieran perdidas. Claudio, como sabrán, llevó su compromiso al grado de participar en la política activa, algo de lo que después también se reiría. Siempre enterado y con justa indignación, molesto por el fracaso nacional, por la indolencia y el conformismo de todo un país. La escena fue sin duda una de sus principales trincheras sociales. Se ha ido en el peor momento para mi y para todos, pero estoy segura que estaría furioso de ver a gran parte de la comunidad teatral sumergida en la apatía. Son muchas las imágenes que me llevo de Claudio, más allá del luto que ahora guardamos por su partida.
Lo cierto es que su herencia trasciende cualquier homenaje y su huella es imborrable. Recuerdo por ejemplo, a Claudio en su personaje de Karl en Los Visitantes, de Botho Strauss, cuando era un fantasma que habitaba permanentemente el escenario, sin saber que en breve se convertiría en ese mismo fantasma. “Este es el teatro. Mil actos decisivos sobre el escenario. Mil desenlaces de mil situaciones límite y al final, pareciera que nada ha sucedido aquí, precisamente aquí, sobre este escenario. Uno se resolvió a llamar por teléfono, amó y se equivocó. Otro corrió y se quedó esperando. Uno se apocó y otro se engrandeció. Uno perdió el corazón, a otro le rompieron el cráneo y siguió hablando con la lengua destrozada. Uno sucumbió a los celos, a la piedad o a la rebeldía. Otro fue el seductor o el soberano imbécil. Y al final… …al final el escenario se quedó vacío. Vacío como al principio…”
Palabras escritas y leídas por Gabriela Betancourt durante el homenaje a Claudio Obregón en la Compañía Nacional de Teatro 16 noviembre 2010
Gabriela Betancourt
Hola necesito lozalizar a gabriela batancourt, Soy Brissa Aguirre, estuve con ella en la secundaria, diganle por favor mi correo es gpicel@hotmail.com, gracias!
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