Lol-Ha tomó sus pertenencias y guardó silencio, sabía que era un largo viaje. Salió de sus aposentos con el rostro erguido, su confidente la observó desde el perfil de un muro y se despidió con una discreta sonrisa. Lol-Ha respondió guiñando un ojo y tomó la mano del mensajero enviado por el señor Ollintépetl. Sonaron las trompetas de barro, los caracoles, las ocarinas y los caparazones de tortugas; un anciano pronunció doce palabras sagradas en el idioma de la Ciudad de los Dioses. Lol-Ha ignoraba el sentido de la frase, poco le interesó, su destino estaba ya sellado.
Justo en el instante en que Lol-Ha partía, una parvada de guacamayas surcó el cielo de sur a norte, el brujo Hun-Tun-Pek interpretó el vuelo de las aves como una señal que mostraba el desacuerdo de los Dioses, pero, consciente estaba que no podía contradecir las alianzas políticas ni mucho menos los designios del poderoso señor Ollintépetl. Hun-Tun-Pek ingresó al cuarto oscuro, tiró los caracoles y el destino marcó una confusa proyección para Lol-Ha. Esa noche, en su ensueño, el brujo no la buscó.
Después de transcurridas setenta y cuatro lunas, Lol-Ha llegó a la cima de una montaña y se estremeció al divisar las pirámides y las enormes plazas de la Ciudad de los Dioses. Una luz crepuscular bañaba la fachada poniente de la Pirámide Roja y las sombras de los árboles se diluían entre las fumarolas de copal que perfumaban los templos. Un noble bilingüe ofreció la bienvenida, dijo llamarse Ocelotlpiltzin y no mostró interés por la belleza ni por los orígenes de Lol-Ha; para él, las mujeres eran un elemento de uso cotidiano y, en privado, cuestionaba la necesidad de crear alianzas matrimoniales con la gente de la selva. Ocelotlpiltzin condujo a Lol-Ha hasta la entrada de su habitación y cuando regresó a la Gran Plaza, descubrió que una constante mental lo perturbaba, cerró su diálogo interno y más tarde se concentró en una luz azul que apareció en el oscuro mar de la conciencia
Al amanecer, Lol-Ha percibió una inédita sensación de desamparo, pensó que podría deberse al aire frío o a la ausencia del trinar de los pájaros de su selva y, aunque no entendía exactamente lo que la inquietaba, intuyó que en el ambiente transitaba una incomoda circunstancia. Caminó sin guardia por los palacios, observó a una anciana que parsimoniosamente cargaba con carbón los incensarios y cuando vio su rostro, se percató que era ciega. Frente a los muros de la Gran Plaza, cinco nobles conversaban delante a unos frescos anaranjados que mostraban una procesión de dignatarios con símbolos de fertilidad y jaguares que vertían agua de unos caracoles que llevaban en sus garras, aunque las pinturas carecían de jeroglíficos, aquellos hombres las leían como si se tratase de un códice. Lol-Ha acechó a los nobles y escuchó algunas frases en su lengua pletórica de consonantes. Se percataron que Lol-Ha respiraba a sus espaldas, dieron media vuelta y la mujer de la selva se quedó impávida delante a los frescos anaranjados que se leen sin palabras.
Cuando regresó a su estancia, una mujer de suaves modales le ofreció un pozol caliente y dos pequeños tamales de piña y miel. Al medio día, se presentó Ocelotlpiltzin, portaba una túnica azul y comentó a Lol-Ha que ese sol no vería al señor Ollintépetl, le informó también que tenía prohibido caminar por la Ciudad ¿porqué? –Preguntó Lol-Ha— Ocelotlpiltzin no respondió y dio media vuelta, la mujer de suaves modales intentó explicarle pero para Lol-Ha todo era incomprensible.
El circular del tiempo señalaba que esa tarde las tragedias podrían desatarse, el cielo se tornó grisáceo y miles de voces se acercaron a las Pirámides con la fuerza de un Huracán. Los sirvientes escaparon despavoridos, Lol-Ha se dirigió a la Gran Plaza y encontró una multitud enardecida. Un grupo de extranjeros de piel oscura y ojos jaspeados azuzaba a miles de campesinos de cabeza triangular que blandían lanzas con puntas de obsidiana e insultaban a los nobles de la Ciudad de los Dioses; en el ocaso, los grandes señores fueron conducidos a la plataforma frente a la Pirámide Blanca para ser degollados. La ciudad estaba vestida con fuego, Lol-Ha se desprendió de sus joyas de Jade y corrió hacia una covacha donde fue descubierta por un grupo de hombres que hablaban el idioma de la Región de las Nubes y antorcha en mano, le comunicaron que debía retirarse porque su intención era quemarlo todo; salió corriendo y olvidó sus sandalias de cuero de venado y su gracioso tocado de plumas de tucán. En las calles encontró a los sublevados lanzando piedras a los frescos de la ciudad; los cuerpos inertes de los nobles fueron arrastrados por las escaleras del templo de las mariposas y los quetzales; las tumbas profanadas, rotas las piedras preciosas, desgarradas las plumas de los penachos, humo gris envolvió la Pirámide Blanca.
Durante tres soles y dos lunas, la Ciudad de los Dioses fue cubierta por la ira de los sometidos. Cuando los nobles dejaron de respirar, los revolucionarios tenían delante a sus ojos los símbolos sagrados pero no lograban entender su significado; la euforia colectiva dejó su espacio a las dudas y, quienes llegaron a las cimas de las pirámides, se bajaron inmediatamente porque no supieron que hacer en ellas; se descubrieron sin respuestas delante a las preguntas que se formularon; el gozo que les provocaba la destrucción, paulatinamente dejó su espacio a la incertidumbre que generó su ignorancia… esa tarde, Venus apareció en el horizonte y acompañó al Sol en el crepúsculo.
Lol-Ha vio cómo los zopilotes devoraban los cuerpos ensangrentados, el olor dulzón a muerte invadió su cuerpo, inquieta, recordó sus plegarias a la Diosa Ixchel y recitándolas tomó el valor para a salir a la Gan Avenida. Esquivando los muertos, recogió un morral y cuatro puntas de obsidiana, no había llanto, solamente cuerpos profanados; las plegarias a Ixchel le permitieron encontrar una luz violeta que siguió hasta el cauce del río que atravesaba la Gran Avenida, bebió de sus aguas y decidió regresar a su casa.
Cuando subió la primera montaña, no quiso voltear para ver las ruinas de la Ciudad de los Dioses y esa determinación la envolvió en una atmósfera de seguridad, se percató que no había un hombre que le diera ordenes, estaba con ella misma, entendió que debía procurar su supervivencia así que caminó con cautela pero a paso firme, durmió en la cima de los árboles para escapar de los coyotes y procuró no dejar rastro de sus fogatas para no ser seguida. Con las puntas de obsidiana, peló siete tunas rojas, cazó pequeñas liebres y recortó dos hojas del centro de un maguey para obtener hilos y agujas, con ellos, tejió una cobija y unos sutiles tocados que colocó en su larga cabellera.
De pronto, sintió que estaba perdida, recordaba haber caminado entre los dos volcanes pero, a lo lejos, apareció otro volcán del que no tenía referencia y un hombre de mirada profunda cruzó su camino, portaba un bello penacho de plumas de quetzal, collares, anillos y pulseras de oro, dos líneas oscuras recorrían su rostro desde los párpados hasta las orejas y le habló en el idioma de la Región de las Nubes. Lol-Ha sonrío y siguió caminando, él la alcanzó, la tumbó y le dio tres fortísimas cachetadas, Lol-Ha le hizo señas para que ya no la golpeara; el hombre la levantó con firmeza, amarró sus dos puños y con una cuerda la jaló hasta una cueva, ahí la tuvo siempre amarrada, gozando de su cuerpo y abandonándola por largos periodos. De comer y beber nunca le faltó pero sus puños sufrieron el efecto de los violentos amarres con los que era asegurada. Después de cinco lunas llenas, el hombre se percató que su cautiva estaba embarazada, al alba, la llevó a la planicie donde la había encontrado, la desamarró, le devolvió sus pertenencias y le dio la espalda. Lol-ha sentía que la luz le perforaba sus ojos, casi a ciegas, llegó a la sombra de una plantación de papayas donde reposó durante tres soles, se acostumbró a la luz y retomó su camino rezando en voz baja.
Providencialmente se encontró con un comerciante de la selva que iba en dirección a su casa, le contó su desventura y el comerciante accedió a integrarla a su comitiva con la única condición de que no hablara ni preguntara nada a nadie. Ella aceptó el trato y durante cuarenta soles, atravesaron tres caudalosos ríos y doce lagunas, entonaron cánticos a sus Dioses, comieron chicozapotes y una noche, tuvieron un encuentro con un jaguar que les robó un perro. Al pie de las montañas de la selva, el comerciante regaló a Lol-Ha unas provisiones y le deseó suerte, ella agradeció el gesto y transpirando profusamente se dirigió a su montaña.
Su gente la recibió con vítores y alabanzas, habían tenido noticias de la tragedia de la Ciudad de los Dioses y la creían muerta, al verla embarazada, fue mayor su alegría ya que supusieron contar con un descendiente de los grandes señores de cabeza triangular. Lol-Ha percibió que en un instante se integraba a la sumisión y a la simulación, se dejó envolver por los acuerdos milenarios, sintió que las palabras de los nobles eran como el veneno de una nauyaca que recorría sus venas y casi en trance, fue conducida a un nuevo templo.
Por la noche, al ver los ojos de Lol-Ha, su confidente sonrío y preguntó: cuando respiraste noche y luna sin ecos que te acompañaran ¿sentiste la necesidad de ser besada o el placer de no desear nada? Lo segundo –respondió Lol-Ha— su confidente volvió a sonreír, le dio un beso en la frente, puso en sus manos una concha de caracol que contenía un líquido y estaba cubierta con una tapa forrada con delicadas plumas blancas; transcurrió un breve silencio y Lol-Ha iba a decir algo pero su confidente se le adelantó: el círculo se ha cerrado. Conoces la libertad, te volviste responsable de tus actos; de ti depende cómo quieres estar. Se levantó, esperó a que Lol-Ha le guiñara un ojo y dio media vuelta.
La profunda mirada del brujo Hun-Tun-Pek despertó a Lol-Ha: “Buen sol” --dijo el anciano y Lol-Ha se levantó de un golpe-- ¿Te sientes recuperada? Un poco mejor –respondió Lol-Ha y continuó—, respetado Hun-Tun-Pek, debes saber que el hijo que espero no es de Ollintépetl sino de un hombre de la Región de las Nubes que abusó de mi cuerpo cuando venía a casa… ¿Qué importa? –Respondió con indiferencia Hun-Tun-Pek y sorprendida, Lol-Ha prosiguió— pero… bien sabes que los hombres de la Región de las Nubes no tienen el rostro triangular sino redondo. Hun-Tun-Pek caminó zigzagueando, sus brazos se movieron como si recorrieran la superficie de las olas del mar y casi cantando respondió: nadie lo debe saber, te vas a quedar callada para siempre… al momento de nacer, solamente una partera y yo veremos a tu hijo. Estaremos aislados por algunos meses, colocaremos dos tablas en los costados del rostro del recién nacido y con unas telas a su alrededor que presionen sus huesos, daremos a su rostro la necesaria forma triangular. Hun-Tun-Pek sonrío y le dio la espalda.
Lol-Ha salió a la terraza, los árboles le regalaron una suave sombra, el viento soplaba tenuemente y acariciaba sus manos, dos pericos detuvieron su vuelo en un nido, los saraguatos entonaron estridentes cantos y Lol-Ha lo tenía claro, debía quedarse callada, para siempre; tomó la concha de caracol, le quitó la tapa de plumas blancas y bebió su contenido; se recostó en el suelo, vio por última vez el cielo de la selva, cerró sus ojos y nunca más habló.
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