Los seres, los objetos, las obras, los lugares y los sucesos tienen un nombre que los identifica, les da sentido a sus orígenes y refleja sus esencias. Nombrar es dar una forma definida, con los nombres sintetizamos a lo nombrado, por ello es importante estar de acuerdo con el apelativo que otorgamos.
André Breton interpretó que “México es un país surrealista por naturaleza” y a partir de su perspectiva pareciera que somos pintorescos individuos que vivimos en el absurdo pero hacer propia la interpretación que el poeta francés hizo de los mexicanos, nos condiciona y limita en nuestros alcances ya que en realidad “no somos un país surrealista por naturaleza sino que somos cientos de pueblos que compartimos o confrontamos diversas realidades”.
El problema interpretativo de quienes nos observan azorados y de nosotros que nos miramos de soslayo, inicia con los nombres; con la manera en la que nombramos y nos distanciamos; con la consecuente ignorancia de nuestro pasado y con la displicencia hacia nuestro presente; con la simulación de un progreso que es involutivo y con el discurso que encubre ominosas formas de flagelarnos y denigrarnos sonriendo y gritando para la fotografía “me vale madres…”
Son diversas las aristas que punzan en los rituales del mexicano, revisar nuestra Historia es un ejercicio meritorio y necesario para construir la autoestima y reconocer nuestras capacidades que se manifiestan victoriosas a contracorriente de nosotros mismos.
Hoy sugiero reconsiderar el apelativo con el que nos referimos al conjunto de civilizaciones que se establecieron en México antes de que existiera nuestra nación.
La mayoría de los mexicanos somos mestizos, pensamos y nos comunicamos con la sintaxis de la lengua castellana, renegar de nuestro pasado peninsular es el primer incongruente acto de autoflagelación derivado de la ignorancia de nuestra configuración mestiza que vemos como un estigma pero es una de nuestras grandes riquezas.
Si alguien lamenta que hubo una conquista española de 300 años antes de la formación del actual México, debería reflexionar que los españoles antes de serlo, pasaron 800 años sometidos por los musulmanes y en su caso, tal invasión no la cargan como un estigma sino que le dan la vuelta y aceptan lo que les conviene de ese legado, es más, es uno de sus grandes atractivos turísticos. Como ejemplo evidente, tenemos el “Cante Jondo” que deriva del canto del almuédano en el minarete o alminar de las mezquitas que recuerda a “Allah” el inconmensurable; da testimonio de que Muhammad es el enviado de Dios e invita a la oración cinco veces al día. El “Cante Jondo y el Flamenco” son considerados valores culturales españoles aunque tienen su origen en la árabe Andalucía, de igual manera que el Mariachi es sinónimo de mexicano aunque no a todos los mexicanos nos deleite su imagen folclórica y talante machista. Así entonces, no todos los españoles son andaluces pero todos consideran un orgullo la Alhambra y el “Cante Jondo” de origen árabe les otorga una identidad que reconocemos en el mundo como netamente española.
Reflexionemos también que los españoles no se refieren a los eventos de su historia antigua como periodo Premuslmán como nosotros lo hacemos nombrando a una parte sustancial de nuestra historia como el periodo Precolombino o Prehispánico tomando como punto de ruptura y de referencia a la llegada de los aragoneses y castellanos, como si su arribo diera existencia a las culturas que durante milenios habitaron la tierra invadida, esa es un gran error que no observamos. En honor a la trascendencia histórica y a considerarnos como frutos de múltiples semillas y herederos de tradiciones ancestrales, equidistantes y tan grandiosas como violentas, pudiéramos nombrarlas igualmente culturas autóctonas del actual México y les otorgaríamos su valor histórico anterior a la invasión y a la conquista peninsular sin confrontar a ningún pasaje de nuestra historia ni tomar como punto de partida para su existencia a los mediterráneos que llegaron hace 500 años.
Las culturas autóctonas de México también realizaron conquistas y cruentas guerras que hicieron desaparecer o evolucionar a otros legados culturales. A saber: los pueblos olmecas fueron absorbidos o liquidados por otras culturas, los teotihuacanos conquistaron Tikal el 31 de enero de 378, los mexicah masacraron a múltiples pueblos como los mixtecas y fueron sádicos con los tlaxcaltecas. La llegada de los españoles hace cinco siglos es uno más de los eventos de conquistas y sometimientos culturales que acontecieron en la tierra que habitamos y no la tragedia que liquidó a las culturas autóctonas del actual México, nombre largo pero necesario para nombrar lo que en rigor es correcto; con el tiempo y si aceptáramos que somos hijos de múltiples conquistas y no de una, en consecuencia surgirán otros nombres para nombrar lo mal llamado.
Los peninsulares no fueron como los ingleses que levantaron las raíces de las tierras que conquistaron liquidando a sus habitantes o marginándolos a territorios sometidos, los aragoneses y castellanos se mezclaron y dieron pauta al mestizaje, también algunos pueblos resistieron la invasión pero no fueron conquistados; los pueblos mayas son prueba de esa tenaz resistencia que luego se transfiguró y surgió una religión sincrética y, como todo fenómeno natural o histórico, siguió evolucionando.
Si algún día abriéramos los ojos a la riqueza que significa la interculturalidad dejaríamos de gritar “me vale madres…” al son de un mariachi o en el berrinche de una sentida canción de José Alfredo para con dignidad levantar el rostro hacia nuestro legado milenario, mirarnos de frente, reconstruir nuestra autoestima como nación y estoy cierto que dejaríamos de considerarnos víctimas de nuestras virtudes. Para ello, propongo iniciar nombrándonos como somos y no como nebulosamente nos vemos y nos miran los poetas europeos sin comprender nuestra interculturalidad.
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