viernes, 7 de enero de 2011

Claudio Obregón en "El Rostro del Actor"







PONENCIA presentada por el Primer Actor, Claudio Obregón el día 7 de junio del 2004 en el 3er. Foro de Reflexión y análisis: “El rostro del actor”, organizado por la Academia Mexicana de Arte Teatral.


      
      “¿ No es tremendo que ese cómico
      no más que ficción pura, ensueño de pasión,
      pueda subyugar así su alma a su propio antojo
hasta el punto de que por la acción de ella    palidezca su rostro,
salten lágrimas de sus ojos, altere la angustia de su semblante, se le corte la voz y su naturaleza entera se adapte en su interior a su pensamiento?
¡Y todo por nada! ¡Por Hécuba!
¿Y qué es Hécuba para él, o él para Hécuba,
que así tenga que llorar su infortunio?...”
William Shakespeare. Hamlet.

“No se entra en un papel, no se habita el vestido de un héroe; se crea un personaje, y el acto por el que un comediante toma posesión de la figura que representa sobre la escena es una creación. El actor inventa el papel que representa, inventa esa manifestación social que le da una nueva existencia.”
Jean Duvignaud. El actor.


Para entrar en un personaje hay que abandonar poco a poco las intenciones intelectuales del comienzo, elaboradas durante el trabajo de mesa,  y empezar a vivir la persecución de un fantasma imaginario que se corporeiza a medida que se domina el texto y algo más.  Se inicia así, un largo camino de disociación con la realidad:

“Hoy mis hijos me desconocen, dicen que me comporto como un sonámbulo, no los escucho, no los atiendo. Un amigo me observó mientras conducía mi auto: -Tenias los ojos entrecerrados, la mirada perdida y hablabas sólo  ¿Qué te pasa?  Se te nota preocupado, angustiado. . . - Mi mujer, reprocha mi descuido cotidiano y mi neurosis: -¡ Otra vez su padre empieza a volverse loco y a ver quién lo aguanta! –

¿Qué puedo responder? ¿Cómo explicar lo qué me pasa sin parecer incoherente?  Tratare de dar, de darme una respuesta:

Un ente que no conozco se acerca a mí y me pide todo lo que necesita para existir a mis expensas, me exige imperativamente vivir dentro de mi piel. Y no me queda más remedio que dejarle el campo libre. Es una decisión que no puedo postergar. Obsesionado, debo dejar el paso a un conjunto de imágenes y de emociones que me acompañan   en la persecución y descubrimiento de una figura imaginaria que debe representarse. Estoy dominado por la intuición de poder entrar en conductas que rebasan mi identidad personal y que me ponen en contacto con modos de comunicación desconocidos. He entrado en una noche donde doy pasos inseguros, experimento, compruebo, aclaro,  rechazo y vuelta a empezar. Es un proceso doloroso e inevitable.

Comienza entonces una larga historia de tanteos y dudas. El personaje está ahí, casi al alcance de la mano, pero no se ha fijado. Un hormigueo recorre mi cuerpo. Es  una sensación que reconozco, que he sentido desde siempre, desde que comencé a actuar. Ahora bien, hay ciertos movimientos del trazo que me incomodan: -¡No, perdón, esto no lo siento!  ¿Podría caminar un poco hacia la izquierda y también, de paso modificar el texto, invertir las frases y acentuar con una mirada al compañero esa intención que habíamos olvidado?- Organizo así la captura de “algo” que había presentido desde hace tiempo pero que no había tomado cuerpo. Es aquí donde me doy cuenta que el texto original ha requerido de una transcripción física, que ha dejado de ser un texto literario. Podrá el autor vanagloriarse de su obra, pero ha necesitado de mí para hacerla vivir, para darle forma y significado escénico.

He llegado al final del proceso de asimilación, mejor dicho, de posesión, el momento de convencerme de que todo lo que me rodea en el escenario es una realidad viva y entrar en un estado de relajación controlada para que este invento mío transite, en un ordenado camino de pausas, ritmos, respiraciones, de manera tan convincente, que el público lo acepte y se vuelva mi cómplice.

Sucede a veces que de pronto, en el curso de las representaciones, resulto sorprendido por un personaje del que me creo dueño absoluto y que ahora toma por cuenta propia, sin que se lo ordene, emociones nuevas, distintos matices que yo no esperaba y que me enriquecen.

Parece que vuelvo a la normalidad; encuentro de nuevo la sonrisa de mis hijos, sus juegos, sus demandas. Estoy en estado de gracia. Estoy poseído, o en la posesión de un personaje. Después de la función será inútil que vaya a dormir. Acelerado por emociones desencadenadas y, al mismo tiempo, drenado, fatigado, debo dejar pasar unas horas  antes del descanso.

Sucedió que un día de 1958  un amigo, tránsfuga como yo del Seminario Salesiano, me recomendó con un director, su nombre era Eduardo Santaella y quería montar dos obras en un acto de “los dramas del mar” de Eugene O’Neill. Nada más entrar en contacto con ellas descubrí las similitudes del teatro con la música: Había ritmos, cambios de tonos, acentos, colores, contrapuntos, movimientos completos de una sonata: allegros, adagios ...Y ahí mismo, al ensayar esas obras y sentir, mientras actuaba, la vibración interna de mi cuerpo, decidí mi destino. Al año siguiente varias amistades me recomendaron con el Director de la Escuela de Teatro de Bellas Artes para que me otorgara una beca. Frente al Sr. Guillaumin escuché desalentado la negativa: No había cupo por el momento. De manera que no tuve más remedio que formarme solo, convertirme en autodidacta. No puedo pues hablar de los grandes maestros de entonces. Don Fernando Wagner me dirigió en 1962 en dos obras: “El perro del hortelano” de Lope de Vega  y “El Sr. Biedermann y los incendarios” de Max Frisch y siempre aprecié su humor ácido, sus indicaciones, su sabiduría. A Ludwik Margúles lo conocí poco tiempo después de su llegada a México, como asistente de Alvaro Custodio, director de teatro clásico español de esa época. En 1960, en el desaparecido teatro del Caballito, colaboré con Ludwik en su primera puesta en escena, una adaptación de tres cuentos del escritor polaco Marek Hlasko con el sugerente títúlo de “El primer paso en las nubes.” Después, en 1965 en “Los nombres del poder” de Jerszy Broskiewicz y en 1992, ya Ludwik convertido en un renombrado director y maestro, en “Viaje de un largo día hacia la noche” de Eugene O’Neill.

Con Don Salvador Novo cruce tan sólo unas cuantas palabras en 1969, cuando me atreví a preguntarle qué le había parecido la puesta de “La danza macabra” de August Strindberg donde hacía yo el papel de Kurt. Su respuesta fue: -Admiro tu talento. Tenía yo 33 años.

He permanecido la mayor parte de mi vida en el teatro serio, donde siento que puedo comprometerme con disciplina, con entrega, donde puedo ser libre para representar todo lo que tiene sentido e importancia para el hombre de mi tiempo.

Rechazo la impuntualidad en el trabajo, los estereotipos, las imágenes actorales mal construidas, tomadas al vuelo porque resultan fáciles de transmitir, las corrientes, hoy tan en boga, de creer que una escenografía delirante que pesa como una loza sobre los actores, puede ser lo más atractivo de una puesta en escena, o los movimientos corporales impuestos, que hacen aparecer al actor como una marioneta, en un regreso infructuoso a las teorías de Meyerhold.

No entiendo porqué, en el teatro de hoy en día, se han abandonado a los autores clásicos o se hacen adaptaciones de ellos, cambiando el tono de una pieza de Chejov, o desfigurando el torrente impetuoso de una narración en una tragedia  shakespiriana.



En cuanto al desarrollo de la actuación en México, con tantos maestros y tantas escuelas como han surgido en los últimos años, uno pensaría que la actuación está al alza; sin embargo, más de una vez me he cuestionado si no ha habido una marcha atrás, una involución. Pocos son los actores a los que veo destacar en el teatro. Tal parece que han aprendido tan sólo cómo actuar en televisión o en cine y que han olvidado aspectos esenciales de proyección en una sala teatral. Los veo carentes de fuerza, sin saber manejar su voz, su cuerpo, sus emociones, la sutileza en la construcción de sus personajes. Cuando descubro una actriz, un actor que me entusiasman hablo de ellos todo el tiempo y deseo fervorosamente que surjan más como ellos. Con ellos, multiplicados, el teatro en México seguramente se desarrollará mucho más(siempre y cuando los directores sean generosos y confíen en ellos).

En este difícil camino he recibido reconocimientos de la crítica y del público y la satisfacción de haber creado vidas  apasionantes, estremecedoras delirantes. Desfilan ante mí, Hernán Cortés en “Los Argonautas”, Maximiliano en “Corona de sombras”, Augusto Strindberg en “La noche de las tribadas”, el  maltrecho soldado español del “Retablo del Dorado” La Reina Isabel Primera de Inglaterra en “Contradanza”, Herodes en “Salomé”, Niels Bohr en “Copenhague”.... en fin, tantas almas reunidas en un solo cuerpo.

He experimentado hambres, postraciones, accidentes, llantos inexplicables, pero ¿Quién podra acabar con este animal teatral que llevo dentro? Parafraseando a Neruda:  “……SÓLO AL FIN LA MUERTE LE DOBLARÁ LAS ALAS, SOBRE MI CORAZÓN DE SOLDADO DORMIDO.”

Claudio Obregón


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