lunes, 17 de enero de 2011

Homenaje a Claudio Obregón / Gabriela Betancourt

Hector Bonilla, Claudio Obregón y Rafael Sánchez Navarro en Arte 1996-1997

Al final el escenario se quedó vacío. Todo lo que se pueda decir en esta ocasión sobre la figura y las aportaciones de Claudio Obregón al arte escénico de nuestro país en nada ayuda a reparar su ausencia. Tampoco sirve de mucho en estos momentos los lugares comunes en que caemos al repetir una y otra vez las cualidades y la trayectoria de Claudio, como uno de los más grandes actores con que contaba México.

Este mismo que él consideraba como país lastimado de miserias y mentiras. Quizás por eso es tan difícil enlazar cuando menos algunas ideas que le puedan hacer justicia a su figura, tan obligada y, en muchos casos, tan polémica y llena de contrastes. Sin embargo, de todo lo que personalmente pudiera destacar sobre Claudio Obregón, existe un aspecto que considero relevante y sobre todo necesario señalar frente a sus cenizas. La proyección en vida personal de su sueño inquebrantable en el teatro, con un lenguaje cargado de verdad y voluntad. Verdad para entender y voluntad para trascender. Estas dos características fueron el espacio de diálogo con que Claudio Obregón me privilegió en los dos años que se asumió como mi tutor durante mi paso por la Compañía Nacional de Teatro.

Desde el comienzo de nuestra amistad, Claudio se mostró como un ser irreverente, disciplinado y, sobre todo, coherente, crítico, sin concesiones, de todo aquello que pudiera desvirtuar la dignidad del teatro y de la vida. Observador agudo de su momento y estudioso sin límites. Rebelde ante los abusos del poder. Iconoclasta propositivo y ciudadano solidario. En ese sentido, Claudio era en escena el reflejo de lo que era en la vida misma: un hombre lleno de autoexigencias que le daba el derecho de exigir a los demás lo que esperaba de ellos.

Quizás por ello llegó tan lejos, como muchos otros de sus también brillantes compañeros de generación en la escena. Quizá por ello también fue el terror de muchos directores que sustentaban y que algunos todavía sustentan su quehacer en el sometimiento del actor. Para Claudio, la creación actoral fue un proceso compartido, una responsabilidad entre actor y director. Un ejercicio de libertad, cuando más, asistida, y no un condicionamiento de las posibilidades creativas de quien se monta en el escenario. No obstante permanecer a generaciones actorales muy distantes en el tiempo, el generoso diálogo con que me obsequió Claudio en estos que fueron sus últimos años de vida, me dejan una huella demasiado profunda y difícil de describir.

Claudio, en todos los sentidos, fue un tutor magistral. No sólo por lo mucho que aprendí a su lado y que tuvo como fuente las aportaciones de toda una generación y de una etapa de la historia del teatro nacional. Sino también por su fraternal compañía y solidaridad. Estableció una postura desde el actor, con respecto al antiguo oficio que decidió asumir como forma de vida y existencia. El pensamiento actoral de Claudio tejía expresiones propias de la más refinada teoría. Yo viví a Claudio como un pensador inmerso en su oficio, no solamente como un hacedor o el gran creador que fue en la escena. Sino como un ser humano que, a punta de arara en las fértiles tierras del teatro, lograba transmitir lo prodigioso de nuestro quehacer.

En pocas palabras, conocí a Claudio Obregón cuando había llegado a la condición de “viejo sabio”, de hombre experimentado y luchador de mil batallas. Tras una vida llena de gozos y desgracias, de satisfacciones y amarguras que le habían convertido en un hombre intenso y polémico, pero que al final siempre se reía. Su compromiso social, algo nos gustaba mucho compartir, me daba la enorme esperanza de seguir al pie del cañón en muchas causas, incluso algunas que parecieran perdidas. Claudio, como sabrán, llevó su compromiso al grado de participar en la política activa, algo de lo que después también se reiría. Siempre enterado y con justa indignación molesto por el fracaso nacional, por la indolencia y el conformismo de todo un país. Son muchas las imágenes que me llegan de Claudio, más allá del luto que ahora guardamos por su partida, lo cierto es que su herencia trasciende cualquier homenaje y su huella es imborrable.

Recuerdo a Claudio en su personaje de Karl en Los visitantes de Botho Strauss en este mismo teatro, cuando era un fantasma que habitaba permanentemente el escenario, sin saber que, en breve, se convertiría en ese mismo fantasma, cito “Este es el teatro, mil artes decisivos sobre el escenario, mil desenlaces de mil situaciones límites y, al final, pareciera que nada ha sucedido aquí, precisamente aquí, sobre este escenario. Uno se resolvía a llamar por teléfono, amó y se equivocó, otro corrió y se quedó esperando. Uno se apocó y otro engrandeció. Uno perdió el corazón y otro se engrandeció. A otro le rompieron cráneo y sigue hablando con la lengua destrozada. Uno sucumbió a los celos, a la piedad o a la rebeldía. Otro fue el seductor o el soberano imbécil. Y al final, al final el escenario se quedó vacío, vacío como a principio”. Quiero agradecer a la Compañía Nacional de Teatro de haber propiciado este encuentro entre actores de diversas generaciones. Ha sido gracias a la CNT que he tenido el enorme privilegio de haber compartido con Claudio Obregón el escenario, pero sobre todo la vida en toda su complejidad y profundidad.

Agradezco también de todo corazón a sus hijos, Claudio y Gerardo, por haberme invitado a despedirme de Claudio. Hubiera preferido hacerlo de otra manera y estoy segura que también él, al igual que con muchos otros de sus amigos. Para terminar no me queda más que sincerarme ante ustedes, tal como lo hacíamos juntos Claudio y yo y decir que, en un principio y en aras de la verdad, tan sólo se me había ocurrido citarles un pasaje de Brecht por congruencia con los que Claudio pensaba. Cito: “No necesito lápidas, pero si nosotros necesitáis ponerme una, desearía que en ella se leyera: hizo propuestas, nosotros las aceptamos”. Una inscripción así nos honraría a todos”, fin de cita. Gracias Claudio.


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