lunes, 17 de enero de 2011

Homenaje a Claudio Obregón / Luis de Tavira

Claudio Obregón en Contradanza escenificando a la Reina Isabel

El gesto más poderoso de la escena es el mutis. Al salir el personaje, lo demás es silencio vibrando en la crueldad de la ausencia que puebla el escenario. Celebramos hoy, el admirable mutis de Claudio Obregón, actor grande y cabal que supo elevar nuestro teatro a la altura de arte. Y al celebrarlo nos reunimos aquí, sobre las tablas de este escenario, que es el hogar de la Compañía Nacional de Teatro y es el espacio donde Claudio Obregón dio los últimos pasos sobre la escena; pasos con los que culminó una trayectoria de más de cincuenta años de creación resplandeciente; pasos siempre sorprendentes que fueron construyendo la poderosa presencia de un actor de incomparable consistencia, que alcanzó a constituirse en unidad de medida de la actuación como arte.

Y si bien resulta cruelmente cierto que sólo alcanzamos a saber cabalmente quién es alguien cuando podemos medir el tamaño de su ausencia, también es gozosamente cierto que aquel de quien hablamos nos habla, que irrumpe en nuestro azoro y vuelve a hacerse presente de otro modo, ahí mismo, en el silencio que rozan nuestras palabras y que ahí nos espera para seguir juntos el camino. Dos palabras parecen contener en la armonía de su significado este caudal de ideas y sentimientos mixtos que se agolpan en el andén de los desgarramientos: agradecer y recordar.

Tal vez sea importante demorarse un instante para experimentar el modo en que la gratitud a la obra de un actor, artista efímero, despliega su luz sobre la vida, sobre el teatro y sobre el pensamiento. El arte de la actuación, esa poderosa hermenéutica de la existencia, del que Claudio Obregón llegó a ser maestro, nos dice que nuestra vida es arrojada a la corriente del tiempo y que ahí intentamos comprender algo incomprensible: que sólo existimos en el momento de la escena, donde experimentamos al mundo y a nosotros mismos.

La actuación como arte de la presencia testimonia que lo único inmanente de la vida es su inminencia; es decir, que lo único que en ella permanece es lo que en ella misma se anuncia: que somos para la muerte. Al terminar cada función de teatro, tras el oscuro en el que el mundo se desvanece, vuelven los actores al escenario para comparecer, frente al espacio vacío, para ahí juntos, entre los aplausos del público, dar las gracias. Agradecer algo a alguien, más allá de las fórmulas de la reciprocidad social, es una experiencia culminante: es reconocer; es algo que no depende tanto del decir como del saber y del ser.

Reconocer hoy a Claudio Obregón en la entrañable gratitud que su evocación provoca, será llegar a saber quién ha sido y así aproximarnos a ser lo que él sabía. Frente a la ausencia definitiva de aquél a quien necesitamos expresar semejante reconocimiento, experimentamos la radical paradoja de una emergente gratitud que al volverse indecible nos conmina a reunirnos para celebrar un recuerdo que hace brotar en nosotros el deseo de participar en su propia gratitud.

Reconocemos entonces el eco de intensa experiencias humanas que van más allá del recuento de datos, porque nos convocan a aproximarnos a la comprensión de una inminente trascendencia, de un legado apropiable y duradero, de un sentido irrenunciable de la vida frente al arribo de una existencia al horizonte de las acciones perdurables, porque en efecto, la vida de la escena continúa. Y entonces, esta gratitud que la memoria del arte de Claudio Obregón provoca es ya una intensa experiencia de su trascendencia, porque en ella, el que se ha ido, permanece. Para Claudio Obregón, cada función, cada escena, fue un acto audaz y despiadado donde arriesgó la vida sin reservas, sin mezquindad prudente, sin divismos complacientes, hasta elevar la actuación a la condición de un arte supremo de la sobrevivencia. Se sobrevive para llegar a ser lo que no se es.

Por virtud de la creación del personaje en él mismo, alcanza el actor su realización como artista. La actuación como acto de una sobrevivencia que se juega al borde de la nada, alcanza en ocasiones la realización del personaje como obra de arte. A su vez la obra de arte convierte en artista a la persona que ha sabido sobrevivir, y es precisamente por eso que podemos decir que la actuación es el arte por excelencia de la vida. Así reconocemos hoy al admirable actor y al entrañable camarada, el día en que su muerte provoca en nosotros pensamientos indispensables sobre la vida y sobre la condición de un arte que aspira a ser parte indispensable en la construcción del mundo que anhelamos.

El testimonio de su vida es resplandeciente y nos confirma en el afán que nos consume: he aquí a un actor a la altura del arte, un ser humano pleno y cabal, que supo vivir sus convicciones con tenacidad, que realizó cuanto pudo y pudo en la medida de una genialidad deslumbrante. Un artista profundo e inteligente, leal a sus ideas, que se atrevió a vivirlas con una congruencia incuestionable. El actor estudia la escena para olvidarla, olvida para comprender y comprende para vivir el presente de lo aún no vivido. Así triunfa el teatro sobre la caducidad del tiempo. Trabajar con Claudio Obregón fue siempre un desafío; su compromiso con el teatro exigió siempre el rigor del arte. Hacer teatro con él fue siempre una invitación al espectáculo de la superación del artista. Vivió convencido de la necesidad del teatro en la sobrevivencia del proyecto humano. Nunca olvidaré un privilegiado ensayo de la obra Ser es ser visto, sobre este mismo escenario.

Ensayábamos una escena en la que Claudio se representaba a sí mismo en el papel de actor viejo y consagrado que se debate en la creación de la escena con un actor joven que se extravía en los laberintos de la actuación y que para defenderse cuestiona la experiencia del actor viejo. Entonces el personaje que encarnaba Claudio rememoraba los días atroces de la guerra y lo que significaba hacer teatro bajo las bombas y decía: “Todo podía interrumpirse, menos el teatro. Si la función seguía, la vida era segura. Lo único que podía saberse con seguridad durante aquellos días terribles, era que a las ocho y cuarto en punto, sobre el escenario se abría la puerta y aparecía Marianne con su vestido azul...” Nunca olvidaré cómo en aquel ensayo, Claudio se detuvo al llegar a este punto y cómo fue que todo su ser se transfiguró de pronto para crear la imagen de aquel instante incandescente en el que el teatro recomienza para inventar la vida sobre el mundo.

Nunca olvidaré cómo cambió la temperatura del aire y cómo nuestro cuerpo tembló ante el fulgor de una revelación que hacía visible la esencia visible del teatro. Y tras un instante que pudo ser eterno, concluyó con una sonrisa: “Bueno, así era y era natural que así fuera”. Claudio Obregón encarnó el paradigma de un actor lúcido, culto, profundo, de amplio registro y gran aliento, capaz de hallar la chispa de vida que brota y resplandece con todos sus matices en el corazón de la escena.

En 2008, fue propuesto por El Milagro para integrar el primer grupo de actores de número vitalicios del elenco estable de la Compañía Nacional de Teatro. En el texto de la postulación, David Olguín escribió: “En estos tiempos sin parámetros, sin escalafones, sin horizonte para los grandes actores que han dedicado su vida al teatro entendido como arte, a desentrañar el mensaje profundo de los grandes autores de todos los tiempos y la visión del mundo de nuestros mejores directores, el ingreso del Maestro Claudio Obregón a la Compañía Nacional de Teatro daría una muestra más de la tarea de renovación ética y artística que este proyecto se ha propuesto.” Así, la Compañía Nacional de Teatro pudo acceder al privilegio de contar con la presencia de Claudio Obregón como uno de sus primeros actores vitalicios y recibe hoy el legado de su obra y de su testimonio como un referente en el que ha fundado las aspiraciones que son la razón de ser de su existencia.

Fuera de sí, buscándose en los toros, vivo sin vivir en sí, el actor Claudio Obregón aumentó el mundo con las personalidades ficticias que encarnó, los que lo fueron haciendo ser lo que fue, hasta que ese ser múltiple, instantáneo y diverso se convirtió en la forma natural de su espíritu. Así llegó a ser el punto de reunión de una pequeña humanidad sólo suya y de la que todos los demás secretamente, quisiéramos llegar a formar parte. Tal vez hacemos teatro para descubrir la presencia que se esconde entre las apariencias de ausencia que han descorazonado al mundo.

¡Gracias, Claudio Obregón!

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