Luis Rábago.- La siguiente carta que nos llega es de David Olguín, dramaturgo y director de escena, que nos hará favor de leer Luisa Huertas.
¿Cómo evocarte Claudio Manuel Obregón Pozadas? ¿Cómo hacerle honor a tu rebeldía, a tu temple ingobernable? ¿Con qué palabras dar cuenta de tu arte, depurado ejemplo de ese misterio humano que es la actuación? Volvemos a encontrarnos, Claudio, amigo, maestro, en este escenario de la memoria. Te recuerdo y mis palabras sienten el deber de hablar no sólo de tu enorme estatura teatral, sino también de tu amor a la vida, tu honestidad, tu olfato para distinguir lo esencial de lo accesorio y tu confianza ciega – algo aprendido tras enfrentar duros obstáculos desde tu infancia – en el ejercicio de la voluntad, un atributo que le dio cauce a tu acción pública y privada. No es fácil, en pocas palabras, hacer un recuento de tu fructífera trayectoria: tu iniciación en la Escuela de Bellas Artes, tu memorable presencia en el Teatro Milán, tus convicciones políticas y tus personajes entrañables – algunos de ellos mitos que habitan el imaginario de muchos amantes de la escena – en obras como Emigrados, Saco y Vanzetti, La noche de las tribadas, Contradanza, largo viaje de un día hacia la noche, Copenhague, Rey Lear, Casanova o la humillación y Final de partida, entre otras puestas en escena donde, una y otra vez, refrendaste tu estirpe. Alguna vez pensé en ti como un tigre. Refunfuñaste cuando te expresé mi teoría – bueno, que tú refunfuñaras no era raro – , pero cuando te dije que pensaba en esa estirpe de tigre literario que mata y bendice, bestia en flor, matemática en plena condición salvaje, estratega que construye paso a paso – hasta racionalmente si entendemos a la razón como una pasión – el camino para entregarse a la masacre, no te desagradó la teoría. Actuar, me decías, no es sólo un acto de instinto o de intuición. Tú invocabas, también, el acto de voluntad, construir la ficción. La exploración artística como experiencia vital te llevó a la idea de reconstruirte a cada trecho de tu existencia, según el pero del toro que tuvieras que ver a los ojos. Y precisamente la palabra reconstrucción me hace recordar aquel día, hace un par de años, en que Laura y yo te entregamos en el hospital donde te practicarían – a ti, experto en quirófanos y calvarios médicos –, una delicada operación en la columna. Estabas doblado, habías perdido unos treinta centímetros de estatura de tan encorvado que andabas; parecías – lo más ajeno a ti mismo – vencido. La operación, sin duda, implicaba un riesgo enorme, inclusive la posibilidad de no volver a caminar. Pero tú querías estar en escena; esa fe te animaba: actuar, ante todo actuar. Llegaste a confesarnos que, si las cosas no salían bien, podríamos trabajar un monólogo para un Hernán Cortés en silla de ruedas. Lo importante, no sólo en el teatro sino en la vida, nos diste a entender, es actuar. Con ese temple y ese amor a la vida y al teatro, no te podía pasar nada – pensamos mi mujer y yo en ese entonces. Y en efecto, lo admirable vino después: a fuerza de voluntad, te erguiste. Ibas solo a tus terapias y fuiste capaz de conducir otra vez, y compraste ropa y ajustaste tus trajes de acuerdo con tu nueva delgadez. Y tras muchos “¿cómo sigues Claudio?”, nos diste una lección de vida: “poco a poco vuelvo a ser digno – respondiste una mañana –; ya soy útil para mí, ahora espero que pronto pueda ser útil a los demás”. Y por supuesto regresaste al teatro, tu razón de ser, en dos montajes de la Compañía Nacional. Querido Claudio, encarnaste un tipo de actor de culto, inteligente, rebelde, pleno de recursos y capaz de encontrar el soplo de vida que requiere la escena. A lo largo de más de cincuenta años, ejerciste tu oficio con dignidad; siempre aspiraste al buen teatro u pensabas que en la escena, y no en el cine o en la televisión, están los grandes desafíos y preguntas por resolver en el arte del actor. Más allá de todos los honores que debiste haber tenido en vida y de mayores oportunidades de expresión, terminaste tus días en el más alto escalafón que, entre otras instituciones, hemos logrado construir para el teatro mexicano. Te rodean tus colegas, grandes actores que han dedicado su vida al teatro entendido como arte, a desentrañar el mensaje profundo de los autores de todos los tiempos y la visión del mundo de nuestros directores. Permanecerás en el teatro, rodeado de tu gente y en una institución que debe perdurar. Claudio Obregón, la última vez que te vi, vestías un traje elegante y estabas derechito, erguido. Tu insuficiencia respiratoria no era más que el recordatorio de nuestra condición mortal, pero tu espíritu tenía la fuerza de aquel que quiere vivir mil años. Todavía escucho ese resoplar, fatiga de toro infatigable. El duro Claudio eras tú y tu sombra. Tras tu coraza y hasta tu posible agresividad, bajo tu entrañable feria de vanidades – conciencia de tu valer a fin de cuentas –, habitó una pasión teatral y una resistencia inextinguible. A Laura y a mí nos hablaste muchas veces del enorme amor que sentías por tus hijos – Claudio y Gerardo –, de sentimientos, de amores, de tu accidente en Perote, de cómo la música de Javier Solís te llegó a calar hasta la médula del desconsuelo en una cocina, de ambición teatral, del buen Panchito que primero conocimos en foto y luego vimos cómo te ladraba con perruna devoción, de todas las pequeñas nimiedades que construyen los afectos, porque fuiste eso, un hombre de afectos y desafectos profundos. Claudio Manuel Obregón Pozadas, permanecerás en el teatro. No te irás, maestro. En estos restos no habita tu obra, tu resistencia, tu voluntad en llamas. David Olguín.
(Aplausos)
Luisa Huertas.- No me voy a alargar, sólo quiero hablar de un Claudio que, aparte de todo lo que ya se dijo, y con el que tuve la oportunidad de compartir escena desde 1970, un gran amigo también. Le agradezco que haya dejado un papel maravilloso como Torquemada para dirigir esa obra en protesta por la deportación de Carlos Jiménez. Le agradezco que haya luchado por su gremio al formar el SAI y al, después, organizar, junto con muchos otros, el regreso organizado a la ANDA porque analizamos en largas noches de discusión, que habíamos debilitado al gremio y esto le favorecía a las empresas. Le agradezco haber sido el tío de mi hija. Le agradezco haberla cargado en su primer año con gorrito y todo en la primera fiesta. Le agradezco habernos hecho un espagueti para celebrar sus cincuenta años. Le agradezco al (inaudible) amigo, darle vida orgánica como presidente de la Academia Mexicana de Arte Teatral. Le agradezco haber vivido. Le agradezco tener estos dos hijos maravillosos. Hasta la vista Claudio.
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