Hace unos días, el sábado 13 de noviembre, murió Claudio Obregón, actor magnífico. Murió de prisa. Un breve velorio y una inmediata cremación. Murió tranquilo con esa soberbia tranquilidad que lo inundaba al levantarse el telón tras la tercera llamada. Se hubiera pensado, que al saberse la noticia infausta, el gremio actoral encendiera antorchas y desfilara por las calles con ramilletes de violetas en las manos, como lo hicieron los poetas parisinos cuando la muerte de Valéry. Tal vez él mismo así planeó su marcha, y discretamente subió hacia el escenario desconocido, hacia un aplauso sin fin. Al bajar el telón ya para siempre, dejó en los teatros de México, un vacío abismal, un silencio terrible y doloroso. Claudio Obregón recibió en vida preseas y galas merecidas. Varios Arieles y varios premios de la crítica al mejor actor y a la mejor adaptación por Comala y otros murmullos. Hace unos años se le otorgó en Bellas Artes la Medalla de Oro por la excelencia de su trayectoria. El director de la Compañía Nacional de Teatro, Luis de Tavira, quiso llevar sus cenizas a la sede de dicha compañía. Sus hijos, Claudio y Gerardo, estuvieron de acuerdo. No en vano es el templo del teatro. Claudio perteneció a esa institución desde sus antiguos inicios hasta su más reciente reintegración, esta vez como miembro emérito. Precisamente, el último trabajo actoral de Claudio fue dentro de la programación del grupo, protagonizando magistralmente la obra de Samuel Beckett Final de partida (Endgame), que él mismo tradujo y adaptó. Como artista que era preparaba minuciosamente su desempeño, exigiéndose a sí mismo la perfección, exigía también la perfección del texto y una atinada dirección. Hombre de notable inteligencia y de amplios conocimientos, Obregón penetraba hasta lo más hondo, el más íntimo significado de cada obra, de cada escena y aún de cada palabra, deshilando intenciones y expresiones a las que daba cuerpo con el dominio y la proyección de la voz que él, -Claudio- manejaba a su antojo. Gozaba de igual modo de una memoria notoria en cuya talega iba echando textos y representaciones. Nació actor. No asistió a escuelas o institutos de actuación. Creó su propio método. Se hizo a sí mismo día con día. Con devoción. Aprendió de cada personaje que representaba, apropiándose de todas las emociones, conflictos y vericuetos que el autor hubiera puesto en sus almas ficticias para así conocerse mejor y develar la naturaleza humana. Su vida en el teatro fue ubérrima y de méritos incuestionables. Fue un actor completo. Hizo cine, televisión, radio y discos. Escribir una lista de sus filmaciones y grabaciones, llevaría varias páginas, baste decir que apareció en más de una docena de telenovelas, entre las más recientes El candidato y Nada personal y entre las primeras El amor tiene cara de mujer, Ha llegado una intrusa, Barata de primavera y Nosotras las mujeres. Su participación en películas también fue pródiga y generosa desde Tajimara, Narda o el Verano, Reed, México Insurgente, Actas de Marusia, El callejón de los milagros, Terror y encaje negro, De Noche vienes, Esmeralda, Doble muerte, Confesiones de un asesino en serie y muchas más cuyos títulos ahora escapan en parvadas de mi mente. Pero su más poderosa inclinación y su pasión sin límite fue el teatro. Su presencia en los escenarios es un hito y un paradigma. Durante su trayectoria, trabajó con los más notables directores como Juan José Arreola -Poesía en Voz Alta- Xavier Rojas,- recordemos Contradanza, Manuel Montoro, Rafael López Miarnau, Ludwik Margules, Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Nancy Cárdenas, Ignacio Retes, Benjamín Cann, Rafael Velasco, José Caballero, Julio Castillo, Luis de Tavira y otros más. Interpretó de manera memorable personajes de autores de variadas épocas y nacionalidades como Lope de Vega, Shakespeare, Harold Pinter, Beckett, Ionesco, Strindberg, Arthur Miller, Valle Inclán, Sergio Magaña, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Rulfo..Hizo también teatro en atril: Erguida sobre el valle, -en el Museo de San Carlos; conmemoración del terremoto del 85 con poemas de José Emilio Pacheco-, La muerte de García Lorca -con poesía del mismo poeta-, Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, por citar algunos ejemplos. Grabó asimismo varios discos o programas prestando su voz a Alberto Gironella, José Luis Cuevas, o narrando la vida de Frida, de Diego, de Vicente Rojo. Frecuentemente se presentó en lecturas de poesía -muchas veces me hizo el honor de leer mis poemas-, para actividades especiales, como congresos, festivales, homenajes a escritores o presentaciones de libros, algunas ocasiones al lado de Beatriz Sheridan, Margarita Sanz, María Rojo, Ana Ofelia Murguía, Eduardo López Rojas o Rafael Velasco. Fue Claudio uno de los pocos actores que sabía leer poesía, porque tenía corazón para entenderla y sabiduría para desentrañarla.
Claudio Obregón Posadas nació en San Luis Potosí el 11 de julio de 1935. Pasó ahí parte de su niñez. Estudió un tiempo teología en el seminario. Ya en la Ciudad de México inició su camino en Radio Universidad como funcionario, como locutor y como actor. Se casó con Elizabeth Clairin y procreó con ella dos hijos. Galán y galante tuvo varios encuentros y desencuentros con el amor. Fortunas y misfortunas. Hombre de recio temple e inquebrantable voluntad fue íntegro, honesto, incorruptible. Principios y convicciones firmes que jamás traicionó. Congruente con sus ideas y sus propósitos se desenvolvió con admirable disciplina. Siempre fue de izquierda, perteneció al Partido Comunista y por ese partido se postuló como diputado en 1979. Fue miembro fundador del PRD. Interesado en las causas populares, desarrolló un agudo sentido crítico hacia el sistema, sin transigir nunca. Fue un tenaz luchador social. En los setentas se separó de la ANDA para fundar el Sindicato de Actores Independientes (SAI). Presidió la Academia del teatro. Dos amores arrolladores iluminaron su vida: La actuación y la familia. Sus hijos Claudio y Gerardo. Su nieta Siam y sus hermanas Rosa y Margarita. Trabajó sin tregua, sin descanso, bebiendo a plenitud esas dos mieles.
Lo conocí hace cuarenta años y compartimos casi ininterrumpidamente actividades y aficiones teatrales y poéticas. Fue un amigo entrañable. Viajes, juegos, reuniones, vacaciones, lecturas y lugares predilectos. Compartíamos también el gusto por la buena mesa y el cariño por los animales. Recuerdo el nombre de algunos de sus perros: el “Canico”, “Emiliano” y “Panchito”. A mí, como a todos los amigos que lo amaron, sólo nos queda, dentro de la bruma de la tristeza y de la ausencia, el desolado consuelo de los recuerdos que surgen en torbellinos, en ecos de pasos, de palabras, de nombres, todo oscuro como el camino de gato, como el lunetario de un teatro al oírse la tercera llamada.
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