lunes, 17 de enero de 2011

Homenaje a Claudio Obregón / Maria Rojo

Claudio Obregón y María Rojo en De noche vienes Esmeralda 1997

Muchas gracias. Hace unas semanas Claudio se despidió de mí en la oficina de Previsión Social de la ANDA. Estaba muy agobiada firmando diversos papeles, y Claudio tomó asiento frente a mí; con la discreción y prudencia que lo caracterizaban, aguardó a que concluyera con mi tarea antes de atenderlo. Al terminar nos despedimos; se levantó y me dijo “Bueno, pero ¿no me vas a dar un abrazo, María?” “Por supuesto, Claudio”, le contesté; nos abrazamos, y al separarnos noté en esa increíble mirada sensible e inteligente que todos quienes aquí estamos le conocimos, que aparentemente se estaba despidiendo para siempre. Tristemente, tendría que transcurrir muy poco tiempo para que los hechos me dieran la razón. Dice García Márquez en su último libro, “Yo no vengo a decir un discurso”, que los artistas no son intelectuales sino sentimentales. En cuanto lo leí pensé: sí, los artistas, pero no los actores, y menos los actores excepcionales como Claudio, quien sin duda reunía ambas cualidades. Su asesoría para sacar adelante las reformas y adiciones a la Ley de Cinematografía (por cierto totalmente rebasadas a estas alturas) así como el simposio “Los que no somos Hollywood” fue invaluable, y me hizo conocer más de cerca a ese personaje excepcionalmente culto e informado, quien no sólo era uno de los mejores actores de México, sino que también era un hombre de principios, de ética e ideales. Tenía, ante todo, un compromiso excepcional con la justicia. Sus convicciones políticas eran firmes y coherentes a tal punto, que dejó de colaborar conmigo en el momento en que descubrió que un carro blindado último modelo se estacionaba frente a nuestra oficina: era un nefasto y desprestigiado político, ex procurador de la República, que pretendía hablar conmigo.

¡Ay Claudio, si tan sólo todos hubiéramos podido ser como tú!

Nada puedo añadir a lo que aquí se ha dicho a cerca del actor disciplinado, perfeccionista hasta la neurosis, sensible, disciplinado, talentoso y de una creatividad inagotable que era Claudio. Hace unos cuantos años nos llamaron para leer tres o cuatro cuartillas de un texto – para mí totalmente intrascendente – en la Feria del Libro del Palacio de Minería. Claudio se comunicó conmigo para ver cuándo ensayábamos: nos reunimos en mi casa, y al terminar la lectura le dije que nos veríamos, entonces, en el Palacio de Minería, el día y a la hora previstos para la lectura. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando me contestó que deberíamos reunirnos tres o cuatro veces más para ensayar! Tuve que responderle que yo no tenía tiempo para más lecturas, con lo cual se acabaron los ensayos. El resultado fue que el día de la lectura no dejé de equivocarme constantemente, ante la mirada inquisitiva de mi compañero.

¡Ay Claudio, si tan sólo todos hubiéramos podido ser como tú!

Cada vez que parte un amigo, uno se siente que se va quedando un poco más solo y que, como dice César Vallejo, uno se va quedando sin nadie en la experiencia; y esa soledad creciente sólo se mitiga un poco gracias a la memoria, pues bien se dice que los muertos viven mientras haya quien los recuerde. Expreso mi más sentido pésame a todos nosotros, porque tu ausencia, Claudio, es el alto precio que debemos pagar por la dicha de haber podido compartir momentos de tu vida; esta tarde, regresas a la Compañía Nacional de Teatro, a tu casa, a la casa de todos nosotros y sabemos que desde este lugar privilegiado, seguirás guiándonos en nuestro trabajo e inspirando nuestros proyectos.

¡Larga vida al Compañero Claudio Obregón!


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